Elaborado por: Guillermo Pérez La Rotta
Hoy nos interroga la comprensión que tenemos de la naturaleza, como un entendimiento que nos ha llevado lejos en su dominio técnico. Ese saber invita a pensar en las consecuencias de ese dominio en relación con la geopolítica como poder y jerarquía de imperios contra estados. Nuestro entendimiento del universo, en su división en múltiples especialidades, ha creado campos de saber que se corresponden en una compleja estructura, desde los elementos del átomo hasta su orden en la tabla periódica, y desde las leyes de Mendel sobre la herencia, hasta el desciframiento del ADN. Desde el posible origen del universo hasta la formación de la tierra y el sistema solar. Algunos secretos de la materia hemos descubierto.
Uno de los resultados de ello es que la naturaleza se desdobla en el medio del conocimiento humano. Y pareciera que al hacerlo, los hombres fuésemos otra vez naturaleza, potenciada ahora en la creciente manipulación técnica de sus fuerzas y procesos. Operación que sirve para ejercer el poder de unos hombres sobre otros hombres, así como para el dominio sobre aquella naturaleza, hasta límites insospechados. En el despliegue actual de esos poderes está en juego el progreso social, pero igualmente el gran peligro para la especie humana.
Entonces, ante esto debe afirmarse siempre la discusión ética y política sobre aquel dominio, en el contexto del mercado y el consumo, en el medio de la geopolítica y de las guerras presentes y futuras. Resulta sobrecogedor que casi llegamos a lanzar bombas atómicas en la guerra fría del siglo pasado, y ese peligro se reanima hoy, pues un autócrata amenaza con desplegarlas nuevamente para avanzar en sus conquistas, y otros, en réplica, parecen caminar nuevamente hacia el rearme nuclear. Los expertos hablan de un nuevo orden mundial. Pero ese horizonte aparece como un nuevo juego de violencias planetarias, y de crisis energética y económica.
Ante esos peligros, al menos hemos de reconocer la existencia de una institución como las Naciones Unidas, como un factor de regulación y de intervención para salvar la convivencia humana. Se asienta en conquistas históricas de la humanidad, como los derechos humanos. Prohíbe el uso de la fuerza en las relaciones entre las naciones, así como la búsqueda y consolidación de la paz. Pretende por medios pacíficos, acuerdos que aseguren la justicia y el entendimiento en situaciones de conflicto. Así como dar aportes en el desarrollo económico y la conservación del planeta. Sus alcances prácticos tienen un límite que apreciamos todos los días, desde la constante confrontación geopolítica por el dominio de la naturaleza y de unos estados sobre otros. Mientras tanto millones de seres inocentes sufren la muerte o el destierro, el hambre y la miseria. Toda esta situación nos suscita unas reflexiones.
Existen el amor, la solidaridad y la justicia. Son frágiles ante los grandes intereses de los imperios, pero al mismo tiempo esos valores nos mantienen erguidos y dignos ante la vida que heredamos de nuestros antepasados. Igualmente, se puede reconocer la mesura humana frente al misterio del universo, y la admiración por el don de la vida. Y ello, con los gestos éticos que deberían corresponder como acción humana, frente a aquellos valores.
Pero en todo caso el mal y el bien discurren a tientas en la historia. En la obra cumbre de Goethe, el demonio llega a la casa de Fausto y los dos personajes tienen un diálogo. El sabio le pregunta: “¿quién eres?”
Y Mefistófeles responde: “Una parte de aquel poder que siempre quiere el mal y siempre obra el bien”.
Fausto replica: “¿Qué viene a significar ese lenguaje enigmático?”.
Mefisto responde: “Soy el espíritu que siempre niega, y con razón, pues todo cuanto tiene principio merece ser aniquilado, y por lo mismo, mejor fuera que nada viniese a la existencia, así pues, todo aquello que vosotros denomináis pecado, destrucción, en una palabra, el mal, es mi propio elemento”.
Este diálogo nos da qué pensar. Parece que el mal contribuye a la obra del bien. Pero ese balance no siempre es verificable. Somos como dioses porque dominamos algunos secretos de natura, pero somos dioses caprichosos y grotescos, pues la estupidez humana se interpone ignorando con frecuencia la justicia. Alguien podría decir que el curso de la historia no tiene un sentido descifrable a pesar del esfuerzo por darle un sentido en el día a día. Afirmamos la vida, aunque esté acompañada de su lado oscuro. Siempre nos anima contemplar a un niño jugando, pero lo imaginamos incierto en su futuro, nos deslumbra un animal que huye por el bosque y nos mira a los ojos, pero alguien acecha para matarlo. Los africanos nos enrostran la injusticia global cuando huyen por diversas razones de su continente, en barcas que sucumben en el mar, un niño abandonado en la frontera entre Estados Unidos y México, y el gesto arrogante de un presidente que se solaza en su poder, nos recuerda la intolerancia y la miseria humana. El curso del mundo discurre pleno de locuras y despropósitos de los grandes poderes: nos lo recuerdan los campos de petróleo que ardieron en Kwait durante la guerra del golfo, o la ridícula salida estadounidense de Afganistán, la masacre de Ruanda o las masacres actuales de Putin, nos lo afirmó en su último gesto un niño sirio que huía de la guerra con su padre y murió con su cabeza enterrada en la playa. ¿Hemos llegado hasta aquí, en un camino digno de Mefisto, o de Dios? Mientras el planeta se transforma de mil formas violentas en la era del antropoceno. Y todo ello con ahínco. La historia humana nos lo dice. Y todo ello viene entremezclado con una podredumbre ética y política. Porque el hombre no aprende a respetar a la naturaleza, porque ella es, sobre todo, cosa de la manipulación técnica y comercial. Porque ella no tiene nada de divino. ¿O quizás sí? Las culturas indígenas nos lo enseñan. No aprendemos a respetar la belleza de la naturaleza, y su lado terrible y destructor. Lo estamos viendo ante nuestros ojos en estos tiempos de tormentas y sequías, de derrames de petróleo y mortandades de peces, o del incendio de un continente.