Elaborado por: Guillermo Pérez La Rotta
En la transición del siglo XIX al XX Colombia avanzó en el desarrollo de una economía capitalista, en el marco de una hegemonía política conservadora, y desde el liderazgo de élites que protegían hegemónicamente su visión del mundo. Pero también la dialéctica histórica llevó igualmente a nuevas expresiones que cuestionaron aquellos valores tradicionales.
Frente a la cultura literaria de raíz hispánica y católica, el mundo latinoamericano y colombiano generó transformaciones con singularidades en cada país. En Colombia surgió la creación de autores como José Asunción Silva, Fernando González, León de Greiff, Luis Vidales, y luego la narrativa de José Eustasio Rivera con su novela La Vorágine.
La sociedad burguesa instauró la fuerza de los negocios y la vida material, las aplicaciones técnicas que impulsaban el comercio y desarrollo de las ciudades, y todo ello se proyectó en una estética expandida, que celebró y comentó Luis Tejada desde la crónica periodística, cuando exaltaba máquinas como el tren, el avión y el automóvil. Pero entonces, surgió también una confrontación espiritual y expresiva que tomaba nuevos rumbos en el lenguaje y sus novedades significativas.
Luis Tejada se educó en la escuela primaria de su padre, quien ante la imposición omnipresente de una educación confesional, fundó junto con otros padres de familia un colegio laico. El adolescente Tejada estudió luego en la Escuela Normal de Varones de Medellín, de donde estuvo a punto de ser expulsado, por haber leído el Emilio de Rousseau; y finalmente le negaron el diploma, quizás porque además había hecho una tesis titulada “Nuevos Métodos”, donde acogía los aportes modernos sobre enseñanza de otro joven llamado Agustín Nieto Caballero. Su madre era hija del primo de Fidel Cano, fundador del periódico El Espectador, y allí ingresó Tejada a trabajar como periodista. Murió muy joven víctima de una sífilis y de una afección al corazón, pero alcanzó a crear una obra que perdura, y nos da una dimensión muy auténtica de esos días, pues se convirtió en un cronista de la vida cotidiana, que comentaba con inteligencia los hechos que trascendían más allá de lo instantáneo; pero igualmente Tejada escudriñaba con visión poética y letra precisa la realidad citadina y sus gentes, así como las cosas que emergían en el mundo moderno, como la ropa que la gente usaba, las sillas, los escaparates, los mendigos, las mujeres, o la misma mugre de las calles. De este modo logró dar una imagen del mundo cósico y de los seres humanos insertos en lo cósico, desde lo que sería nimio para una mirada abstracta y focalizada sobre lo general, o sobre lo mecánico de la supervivencia.
Se hacía necesario encontrar nuevamente a la belleza en la vida, y no en las rimas trasnochadas de algunos autores que no hacían sino imitar los llamados cánones clásicos, como el presidente Marco Fidel Suarez, a quien Tejada fustigó varias veces, considerándolo sólo un imitador de los moldes preestablecidos por el viejo clasicismo, y por tanto precario en su autenticidad. Entonces afirmaba que lo clásico era en cambio lo creador. Así escribía nuestro autor:
“Es clásico el que tiene una interpretación original de la vida y de las cosas y la encierra dentro de formas también originales; el que saltando sobre la gramática, libera al idioma de las rígidas cadenas tradicionales y lo rejuvenece y enriquece inyectándole savias nuevas, no importa que sean exóticas o extranjeras con tal que vengan a incorporarse a la fuente maternal, confundiéndose con ellas y fecundándola”.
Para Tejada, Rubén Darío es el libertador de la lengua, que ya es bastante para un idioma castellano encerrado por España y sus seguidores conservadores; liberador el poeta nicaragüense, aunque con ciertos límites, dado su afecto por lo externo y el deslumbramiento de lo decorativo, que no eran del gusto de Tejada, pues éste se hallaba más cercano a una poética directa de la existencia, una que encarna allí donde surge lo cotidiano sin otro deslumbramiento que la simple realidad ontológica de las cosas y los seres, como quizás lo va a lograr luego, bajo expresionismo celebrante la pintora Débora Arango. Entonces la belleza surgía de la posibilidad de no hacer versos perfectos, sino más bien
“Descoyuntados, pero vivos y que vengan formados de palabras no exóticas, sino simplemente imprevistas, que envuelvan al mismo tiempo una idea o una imagen, para dejarnos un poco atónitos”, y sin importar las reglas métricas. Como este poema de Luis Vidales:
El gato se acomoda/en el hueco del sueño. /Lo miro con tristeza/porque dormirse/es lo mismo/que perder un mundo./Indolente/estila posturas dentro de su forma/como esculpiendo/fugitivas figuras/de gatos. /Oigo el tardo/envolver el ovillo de su música. /Y esto he comprendido. /A la hora en que los gatos duermen/-afuera- en los tejados/andan las sombras solas. /Gatos negros que caen de la luna/
Por su parte, Tejada se pregunta qué es lo que amamos en una mujer. Y responde que es su mirada, su voz y el movimiento de su cuerpo, allí se aprecia la personalidad propia, ya que solo esas tres cosas serían espirituales:
“Puesto que tienen su génesis y reciben su impulso de ese misterioso depósito de fuerzas interiores, que es sin duda lo que queremos llamar alma”.
Pero esos encantos vivos mueren en los retratos, que no encuentra Tejada plenos en su expresión de alma, porque él quiere estar aún más cerca de la vida que la imagen fotográfica, sin decir que ella no tenga para nosotros sus encantos mágicos; pero a este hombre le interesa la vida pura, aunque luego dirá que el cine es fantástico porque nos mete en una aventura donde hay demonios y leones que dan la definitiva sensación de peligro, como vida en curso, precisamente porque la pone en riesgo imaginariamente. Algo va de la foto al cine. Aunque si nos atenemos a la mujer que pasa frente a nosotros en la calle, semejante a la que contemplaba el francés Baudelaire, entonces encontramos la poesía que Tejada buscaba:
“¡Ah!, el movimiento tiene en ciertas mujeres un sentido místico recóndito, un no sé qué de transcendente que las incorpora más visiblemente que a todos los otros seres, al ritmo del mundo, que hace sensibles en ellas un modo singular de armonía inefable del universo”.
Y el encanto de la calle, Tejada lo descubre y esculpe con palabras precisas y grávidas:
“Es imposible dominar cierto movimiento de estupor al caer en la cuenta del misterio de las gentes que pasan; cada hombre es un infinito que camina; un cielo y un infierno metidos dentro de esa pobre caja de huesos ambulante (…) todas las fisonomías me impresionan pero entonces (…) ninguna como de la de aquella mujer mal vestida que marcha indecisa a lo largo de la acera, o se detiene en el hueco de un portal y mira arriba y abajo con vaga inquietud como esperando algo que sabe que es (…) ¡Pobre mujer mal vestida! Nadie la ve, perdida y abrumada dentro del torbellino suntuoso de las otras mujeres que vienen y van (…) la tragedia ha esculpido sus facciones, imprimiéndoles un carácter profundo y personal que no tienen los otros semejantes (…) Cuando yo encuentro en la calle a la mal vestida, quisiera adivinar sus secretos tremendos y saber su existencia maravillosa (…) ¡Ah! ¡Estoy seguro de que el mal vestido sabrá amar como ninguna otra!
Culminamos esta breve aproximación con este pasaje de otra crónica de Tejada:
“Verdaderamente, lo misterioso, lo inexplicable, es la vida, el movimiento; la vida es el suceso sobrenatural, el milagro supremo; deberíamos sentir alivio y descansar en nuestras inquietud, ante esa pequeña hoja que se deshace en el polvo, porque cesa en ella el hecho incomparable de su germinación, de su organización vital. El único misterio de la tumba está en las florecillas pálidas que empiezan a nacer sobre la tierra removida”.
Nos acercaremos ahora a la obra de Débora Arango. Mientras la “Regeneración” conservadora terminaba su largo imperio, a finales de los años veinte crecía la ola revolucionaria de obreros estudiantes y agitadores al mando de María Cano, y surgían testimonios de que la vida cambiaba, había novedades culturales y artísticas que se unían a lo político, para marcar nuevas revelaciones. Tal es el caso del arte de Débora Arango, que en los años 30 conmovió a la sociedad conservadora de Medellín. La idea de belleza que postula esta mujer es semejante a aquella que nos diera Tejada:
“Yo creo que el pintor no es un retratista al detalle. Cuando se pinta hay que darle humanidad a la pintura. Algunas personas amigas se extrañan de mis cuadros y llegan a decirme que cómo puede ser bello un desnudo, a juicio de ellas grotesco. Ahí está el gran error. Un cuerpo humano puede no ser bello, pero es natural, es humano, es real, con sus defectos y deficiencias. Por otra parte, no se debe tener un concepto superficial de la belleza”.
Y a continuación citemos otra frase de la pintora:
“La expresión pagana surge espontáneamente en mi temperamento. En alguna ocasión traté de dibujar el rostro casto de una mujer para hacer “La mística” y contra todas las fuerzas de mi voluntad resultó ser el rostro de una pecadora”.
La belleza sufre en su visión nace en el erotismo intersubjetivo y secreto para derivar hacia una composición que genera la destilación de una sustancia espiritual de la carne que discurre en el mundo, en la cultura que engloba a la artista y que ella desveló. Esa revelación le costará caro. Ver lo pagano supone una realidad que brilla tanto en quien lo ostenta como en quien lo aprecia. Puede haber diversos grados que corresponden a uno y otro lado de la relación. Pero quizás la artista veía lo pagano porque esta dimensión de la existencia estaba disimulada en la sociedad, y resultó que su sensibilidad le permitía apreciarlo. Además interesa que la expresión “pagano” salga a relucir en su discurso, porque dicha palabra está contrastada en el fondo mismo de aquella cultura católica de Colombia que estigmatizó con relativo éxito el universo cultural “pagano”, que en todo caso dialoga hasta hoy con el ethos cristiano desde hace dos mil años. Lo pagano es lo pecaminoso, la sexualidad libre, la manifestación natural del erotismo, incluso es también la transformación de las costumbres por obra del capitalismo. Y además resulta aún más singular que sea precisamente una mujer la que vea lo pagano, pues el catolicismo confinó a la mujer a ser ama de casa, monja o prostituta, y estableció entre aquellos extremos una imaginería que estaba regulada y maquillada dentro de las convenciones sociales. Que una mujer respetable y artista como Débora vea lo pagano, significa que se vuelve inclasificable y peligrosa, nuevamente, bajo un viejo prisma, es la pecadora que incita al mal, y dentro de una sociedad machista su gesto tiene que ser sancionado porque da mal ejemplo. Cuenta Débora que cuando se iniciaban los escándalos por su obra, la mandaron a confesarse, pero el cura era sordo y no entendía bien lo que ella le decía. De este modo se libró del pecado y del perdón. En otra ocasión, ante la obscenidad que algunos apreciaban en una de sus obras, un prelado de la Iglesia la mandó llamar para que le mostrara el cuadro. Doble significación de curiosidad morbosa ante el cuadro y de imposición de la moral a partir del poder del sacerdote.
Luego las mujeres la rechazan por atreverse a mostrar esas dimensiones de la vida social y humana de Medellín. Tras su honestidad artística, tras la observación y la sublimación en el color, tras la creación de escenas que cuentan historias, se trasluce igualmente la ideología de la pintora, que podemos calificar de humanista y caritativa, producto de su visión personal del cristianismo.
En la acuarela titulada Montañas vemos desde atrás a una joven acostada sobre una tela blanca, en un ángulo que resalta el perfil de su cuerpo tranquilo y extendido hacia las montañas, para integrar un paisaje compuesto por la naturaleza y la mujer, metáfora celebrada por poetas y pintores. El cuerpo de la mujer es como las montañas, tiene las mismas protuberancias que delinean contornos subiendo y bajando. La pierna derecha, desde su primer plano, se incrusta en el fondo de las montañas, para definirse como un pico más, pero al mismo tiempo juega con la pierna izquierda prolongando el movimiento ondulante de las lomas. El sexo toma el color de esas montañas, es también una pequeña cumbre y completa la entremezcla despreocupada entre naturaleza y cuerpo humano. Los brazos revelan el desenfado, como si la pintora hubiese buscado, frente a una sociedad que encubre, la posibilidad de ver nuevamente con naturalidad el cuerpo femenino, como humanidad naturalizada.
En una crítica aparecida en El Diario el Siglo, a principios de 1943, el autor que no aparece mencionado, titula su columna con el rótulo de “Las acuarelas infames”, a raíz de una edición de obras de la artista en la Revista Municipal de Medellín. Se cuestiona la posición del brazo derecho que sale de la oreja como un pólipo y se denuncia “la simple y llana verdad de un arte que se dedica, como los afiches cinematográficos, a halagar perturbadores instintos sexuales”. Pero en realidad, aquel juicio se denuncia a sí mismo y refleja la pecaminosa conciencia de quien lo escribió.
El sentido del expresionismo creado por Débora arraiga por un lado, en la condición que se retrotrae a lo primitivo, a lo instintivo, al ciclo de vida y muerte, a la maldad o la contradicción, y en todo caso a la integridad humana. O quizás puede acercarse a lo que Nietzsche llamaba anhelo de lo feo que prospera junto con el anhelo de lo bello, desde el fondo mismo del sufrimiento humano.
De otro lado, un signo definitivo de aquel expresionismo es su vinculación esencial con la historia y la cultura de un pueblo. El artista se debe a su tiempo aunque no lo quiera él mismo, las coordenadas de su creación vienen de una sociedad donde nació y se conformó, y su expresión es la creación simbólica que transforma estéticamente aquello que lo alimenta desde la raíz de su mundo como un contenido significativo.
De este modo el arte de Débora es una creación que desvela desde el interior de su vivencia, valores y contradicciones de la cultura antioqueña y colombiana de la primera mitad del siglo XX: el cuerpo humano, la sexualidad, la espontaneidad del sentir, la vida de los marginados del capitalismo, son todas realidades que vivió la artista y que potencian críticamente su obra. Pero ese expresionismo no niega su cristianismo. Desde su fe Débora puede nuevamente conectar la sensibilidad con la ética y el pensar crítico, sólo porque es capaz de ver al Otro con una honestidad en la mirada que rompe la censura desplegada en torno a las imágenes administradas por los religiosos, los críticos, y los políticos que en la Colombia de la época involucraban con ardor fanático la conciencia del ciudadano.