Elaborado por: Guillermo Pérez La Rotta
Después de un viaje Hamlet llega al castillo donde vive el usurpador del trono y amante de su madre, y encuentra que el sepulturero desentierra de su tumba el esqueleto de Yorik, bufón de su padre, el finado rey asesinado por aquel usurpador. Entonces coge en sus manos la calavera y se anonada, para tiempo después decir sus palabras sobre la existencia humana y la muerte. Es el contraste entre la vida y la muerte lo que se le aparece, pues conoció al bufón y ahora lo ve como una calavera vacía. Y la muerte de su padre a manos de su tío también resuena en la calavera de Yorik.
Podemos mirar nuestra propia muerte a través de la escena de Shakespeare, y hacerlo desde la vida que hemos tenido, en sus avatares y pensamientos. Y valorar a una y otra, la plenitud de la vida y la nada de la muerte, como dos caras de un todo que nos atañe en el momento en que nacemos al mundo. Entonces surge la reflexión hacia la ontología de la vida, que está ligada al eros con fuerza poderosa. Como un camino que no deja de afirmar su admiración ante la belleza del ser, ante lo terrible del ser, ante su embrollo indecente, como dice la canción de Chico Buarque. Lo cual nos lleva a las preguntas por el mismo ser, y a su relativo conocimiento, siempre indagando sobre sus misterios. Pero en suma dicho saber sirve para afirmar la vida. Entonces hacemos ritos y celebraciones a la vida, reconociendo su madeja que devana junto con la muerte.
Los mejicanos celebran con fiesta y viandas el día de los muertos, hablan y ríen mientras comen en una noche iluminada por velas al lado de sus muertos. Es el gesto que sabe reír, porque en todo caso las almas de los muertos están aquí con nosotros, y son un comensal más de la fiesta. Y en los Andes peruanos vibra el eros que labra la tierra, como lo dice el escritor José María Arguedas, y lo ilumina en el cuento de un bailarín que muere danzando y al mismo tiempo entrega la posta al nuevo danzak que enamora a una muchacha mientras despide al viejo. Arguedas narra como en el rito de la siembra que acompañan con cantos, los campesinos de los andes arrastran festivamente a sus mujeres sobre el campo recién sembrado para transmitir la virginidad a la tierra.
El ser es erótico. ¿De dónde más podría proceder el eros, que como sabiduría de la naturaleza? Ella inventó hace millones de años la sexualidad reproductiva y con ello se prolongó hacia el placer humano, con sus peligros y delicias. Todo nace y muere en eterno ciclo. Y el ser se sostiene allí. Y la poesía nos dirige de mil formas hacia la mixtura con la muerte. Los poetas recrean nuevamente la intensidad amorosa del ser que se sabe mortal, por eso dice Luis Cernuda:
“Si el hombre pudiera decir lo que ama… si pudiera levantar su amor por el cielo, como una nube en la luz (…) dejando solo la verdad de su amor… que no se llama fortuna o ambición, sino amor o deseo… yo sería aquel que imaginaba, aquel que con su lengua, sus ojos y sus manos, proclama ante los hombres la verdad ignorada, la verdad de su amor, libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío… y mi cuerpo y espíritu flotan en su cuerpo y espíritu como leños que el mar levanta con la libertad del amor…la única libertad porque muero… tu justificas mi existencia… si el hombre pudiera decir lo que ama…”
También los suicidas son a veces poetas que han exaltado la vida en sus versos. Por los caminos del sufrimiento llegan misteriosamente al día de partir por voluntad propia. En un poema titulado “La última inocencia”, escribió Alejandra Pizarnik: “Partir en cuerpo y alma, partir. Deshacerse de las miradas, piedras opresoras que duermen en la garganta. He de partir, no más inercia bajo el sol, no más sangre anonadada, no más formar fila para morir. He de partir. Pero, arremete, ¡viajera!”. Y sobre el gesto existencial y mortal de Alejandra dijo la poeta Orietta Lozano: “El corazón tiene la palpitación acelerada de la muerte, eterna enamorada del silencio. El suicidio es un intento eterno e infinito de permanecer siempre en las tinieblas, en la única extensión más allá del tiempo y el espacio: la soledad y el silencio”.
He visto a mis amigos y a mis padres dejar este mundo. Cada uno de ellos me enseña a preparar mi partida, con cada uno de ellos sueño una cadena de vivencias, y la memoria me proyecta hacia la nada que son ahora. Uno murió danzando en las tablas del teatro, y otra se fue porque su hígado enfermó de cáncer, y aquel se fue porque su sangre se convirtió en agua. Los recuerdo de manera semejante a Hamlet, que mira la calavera de Yorik. Mis recuerdos sobre ellos se desvanecerán junto con ellos. Es por eso que la escena de Shakespeare es una verdad que nos acoge a todos. A veces es posible querer la muerte frente a las tensiones que ofrece la existencia con horror y desazón infinita.
Pero por ahora hemos de celebrar con gratitud infinita el hecho de estar aquí. En la plenitud del presente en curso. Con las tareas del día y el cielo sobre nuestra cabeza.