Elaborado por: Andersson Albeiro Tacury Ceballos
A mi madre: Nora Alba Ceballos Solarte
Mijo, si mal no recuerdo eso fue por allá como en el 2001, yo tenía mi puestico de zapatos y era un sábado, día de mercado; eran las 2:00 de la tarde y aún no había bajado bandera, estaba pidiéndole a diosito una bendición cuando de pronto, la galería que a esa hora no le cabía ni un alma se vació y al fondo alcancé a ver esa gente. Cuando nos dimos cuenta ya estábamos acostadas sobre la calle, eran muchísimos. Uno de ellos nos dijo que nos daban diez minutos para recoger nuestra mercancía y desarmar la tolda, yo tomé como pude mis tres zapatos, metí en el costal el resto de chanclas, bajé en un santiamén la tolda y paticas pa´ que las quiero. La mercancía la metí en la droguería de don Augusto. Los que no alcanzaron a recogerla, porque en realidad fueron cinco minutos, tuvieron que ver como destruían a las malas todas las estructuras, los burros y las parcelas, y ni cómo defenderlas porque empezaron a disparar al aire como locos. A lo que todas salimos despavoridas.
Cuando bajaba hacia La calle de la amargura donde yo vivía, recordé las palabras que me dijo don Cletus la semana pasada en San Lorenzo: “La guerrilla se va a meter”. Al principio no le creí, pero me dijo: “Están minando todas las vías de acceso” y entonces me di cuenta que diosito ya me había bendecido. Mijito, yo que vivía a una cuadra de la biblioteca donde habían instalado la estación de policía porque la antigua ya estaba en escombros debido a las balaceras, pues gracias al cielo me había cambiado de domicilio porque horas después escuché como volaron en mil pedazos la nueva estación con todo y libros.
El pueblito en ese tiempo era una ruina, el teatro, la biblioteca, la estación, la alcaldía, la casita de doña Soledad, eran escombros, todos los que podían y tenían plata se fueron a vivir a Popayán, los que nos quedamos aquí fuimos todos los que no teníamos a donde ir. Así como le digo, ese día esos pobres hombres que apenas eran unos tres pelagatos no pudieron resistir los ataques de esa gente que se paseaba como perro por su casa por el pueblo. A los que seguían vivos por obra y gracia del señor, cuando se les acabó las municiones no tuvieron otra que esconderse como pudieron. Recuerdo que uno de ellos empujó la puerta que mantenía entreabierta, solo me miró y atinó a decirme: “¡Señora por favor ayúdeme!” de lo pálido que estaba. Yo le dije que se quitara toda esa ropa y la tiré al fogón de leña que por suerte había encendido mi hermana, luego lo metí en la poceta para que no lo encontraran, ya que esa gente estaba buscándolos casa por casa.
La verdad no sé cómo aguantó ese pobre muchacho, pero se metió de cabeza en la poceta todo el tiempo que esos hombres estuvieron buscando: debajo de las camas, en los armarios, en los solares, el pobre casi se muere de hipotermia, yo le pasé un pantalón y un poncho de mi difunto esposo que en paz descanse. No le alcanzaban las palabras para agradecerme a ese pobre hombre, yo solo le dije que era lo que cualquier sierva de Dios haría. Desgraciadamente, cinco de ellos no tuvieron la suerte que tuvo ese muchacho, les amarraron las manos y los montaron en una camioneta, todas tragábamos saliva porque sabíamos la suerte que les esperaba: “Los iban a secuestrar o los iban a fusilar”. Quien los llevaba a rastras era esa Mona que tantas veces había visto yo pasar por el pueblo, y le había vendido un par de veces unas botas pantaneras, como olvidar esa pecuecuda.
Antes de montarlos al carro, los pasearon por todo el pueblo; yo vi crecer a uno de ellos y se me partía el corazón, era hijo de doña Esperanza. Cuando era un escuincle andaba quebrando vidrios con un balón viejo que se había ganado en un bingo. Otro que era de Nariño le alcanzó a pasar una carta a don Gustavo, que lo conocía, porque en el pueblo todos nos queríamos. “Don Gustavo por favor llévele esta carta a mi familia, en el barrio La Carolina, en Pasto, dígale que los amo con toda mi alma” Era como si algo se rompiera dentro de todas nosotras.
Luego los subieron hasta el parque de la iglesia, y ahí estaba hartísima gente, pues como era día de mercado muchas personas de las que estaban ahí venían del campo, la balacera los cogió en plena calle igualitico que a nosotros, entonces los guerrilleros pararon el carro y uno de ellos se dirigió ante todos los que estábamos ahí. “Señores camaradas, sepan ustedes que la culpa es del Estado, por sus leyes, solo por favorecer a los ricos y nunca a los pobres, somos el ejército del pueblo, hacemos esto por la revolución, por reivindicar los derechos del pueblo colombiano y por el renacer de la nueva patria”. Mijito, ¿usted se acuerda del finado Calisto? ¿Se acuerda que él vendía rifas y andaba siempre con un megáfono? Pues le cuento que le quité el megáfono y me dirigí hacia ellos con profundo respeto, les pedí que por favor liberaran esas pobres almas, que, así como ellos, no tenían la culpa de nada, que era culpa del Estado, que ellos solo hacían su trabajo, que como cualquier colombiano olvidado, tenían su familia, les rogué que por favor los liberaran, entonces toda la gente empezó a envalentonarse y exigirles su liberación.
En ese momento, los guerrilleros que vieron que la gente se estaba llenando de coraje, amedrentaron la población disparando al aire, a lo que la gente empezó a correr mientras yo les pedía que no se movieran: “¡Quieto pueblo cobarde… pueblo cobarde!” y en ese momento mientras todos corrían observo que mi hermana, gallarda ella, la mayor de todas; una mujer hermosa por demás, que estuvo ahí desde un principio dio la vuelta y dio tres pasos al frente justo al alcance de sus cañones: “Pues si fueran el ejercito del pueblo no le harían daño a esta gente ni a esos pobres policías, que van a ser ejército del pueblo ustedes, lo único que saben hacer es daño. Nosotros no tenemos donde caernos muertos, a los ricos y poderosos es que tienen que ir a atacar”.
Esto enfureció más ese hombre, y una guerrillera le apuntó con el fusil, pero ella enardecida no se movió ni un poquito, ¿se imagina, una mujer parada al frente de todo un pelotón? En ese momento el comandante tragó saliva y levantó una ráfaga al suelo donde estábamos, así se abrió camino y en el momento que se dispusieron a salir se dieron cuenta que la gente había pinchado las llantas de la camioneta y de los otros 100 carros que se querían llevar. Los montaron en otra camioneta como pudieron, que era la de don Bolívar, que se la rebuscaba haciendo carreritas dejando uno que otro mercado, y se fueron alrededor de las siete de la noche, mijito, nada pudimos hacer. El silencio y la melancolía se apoderaron de todos nosotros, el avión fantasma había llegado 6 horas tarde, sufrimos una tristeza infinita.
Cuando a eso de las 10:00 de la noche, supimos por milagro divino que Dios les había tocado el corazón. Habían soltado los cinco policías y estaban de regreso, ese día hubo júbilo en el pueblo. Todas estábamos felices.
Esa fue la toma más dura, duró como tres días, los policías estaban súper agradecidos con nosotras. Incluso supe luego por boca de la profe Norberta que ellos estaban buscándonos para recibir yo no sé qué premio de la paz, ¿se imagina usted mijo? Recibir un premio de paz viviendo en una zona roja, no muchas gracias…
Nosotros ya habíamos estado en tomas anteriores, como la vez que nos partieron la casa por la mitad; usted no recuerda porque era muy chiquito, pero esa vez volaron media cuadra con pipetas de gas. Y… ¿quiere que le cuente un secreto? ¡Aquí entre nos!, a esa Mona la sigo viendo cada sábado sin falta, y le sigo vendiendo las mismas botas hace más de 20 años.