Elaborado por: Yonatan Polindara Moncayo
“Ahora me llaman el Caballero Delirante, no disfruto jugar a los dados con ese Dios denominado El Innombrable”.
Corrí a los bordes del mismísimo Tártaro. En realidad no lo hice por amor. Corrí por ella. Escuché su risa salir de la oscuridad del infierno; miré por largo tiempo hacia la oscuridad y ésta terminó mirando en mí, nos hicimos uno y desde ese momento mis ojos miran en la oscuridad. Le miré en lo profundo y sentí felicidad en la felicidad.
―Muy bien. ―Me dije con tono arrogante. Dispuesto a bajar al infierno llamado Tártaro, con la intención de comprender mis sentimientos hacia esa bella criatura que miré desde las alturas de mi pedestal, deseaba saber si subsistía sola en ese lugar, si estaba furiosa o hambrienta y si era amiga de los demonios. Estaba ansioso por hablarle, entender su trágica situación y su infame “rapto” pues tal belleza no pertenecía a ese feo y fétido lugar.
Una vez la malla de velo fue arrancada por la despiadada realidad, mis ojos la miraron y la encontraron realmente sola, estaba vacía; era maestra en el arte del engaño, sentía placer al burlarse de quienes pecan en la inocencia… ¡y si, la dama esa tenía mucha hambre!
Escapar era todo en lo que ella pensaba. Su escape era la tarea que mataba su tiempo en ese lugar, su único pasatiempo que compartía con otras alegres criaturas. Sentada en la oscuridad de las tinieblas infernales, hacía muchos años esperaba mi nacimiento; mi llegada.
En soledad se arrastraba descendiendo a la más profunda oscuridad del infernal Tártaro. La seguí con fino paso, pensé escapaba de mí porque le asustaba mi belleza, entonces le regalé unas palabras.
―Soy Dionisio.―Empecé.
―soy Ariadna―respondió dispuesta a brindar una conversación sin detener su paso.
A tan bella presentación sólo quedaba responder con la sinceridad del corazón.
―He bajado a este horrible lugar por ti Ariadna. ―Dije su nombre para que se sintiera cómoda con mi presencia y se detuviera.
―Oye Dionisio gracias por todo lo que dices, es muy bello el acto que has hecho por mí. Eres un amigo al disponerte a bajar del olimpo y privarte de las bellezas de ese lugar por esta infernal frialdad ―. Terminó con una sonrisa.
―No te preocupes Ariadna detente y vámonos de este feo lugar. ― rogué con una sonrisa que decantaba simpatía.― Se sonrojó y siguió ― Dionisio te has hecho presente sin que yo te diga, me has robado una sonrisa y mucho más.
―Para por favor Ariadna, entre más profundo más frio se torna el camino, ven toma mi mano y marchémonos. ― le grité sonrojado y preocupado. Volvió su bello rostro y su mirada penetro la mía, sus palabras me convirtieron en su prisionero.
―Tu eres todo eso Dionisio, eres una vida de sensaciones, me haces sentir diferente, te quiero, confía en mi sígueme, no lo tomes a mal.― me invitó con ternura.
Era tarde cuando caí en cuenta de mi error, lo olvidé… sólo lo olvidé, y ahora el frio de esta oscura soledad congela mi sangre… la congela permitiéndome recordar…su risa era una forma de mostrar interés, su bella treta con la que me manipuló. No me preocupé, no sospeché como Descartes, ese fue mi error; no presté atención a mi cuerpo que sospechaba la treta, no escuché los perros furiosos que latían en mi interior; el fantasma de mi razón me engañó. La razón está al servicio de la traición con la quimera del amor, de la idolatría, de la atracción y ella no existe más que en la idea.
Maté a Hermes, para bajar y entregar mi mensaje de amor a viva voz, me precipité al tártaro, olvidé que a veces una dama puede decir que quiere a alguien pero su amor se limita a la amistad. Mas ¿que obtuve? ni amistad, ni amor, sólo engaños y ahora desde su lugar en el olimpo ella me observa, al menos eso creo.
Zeus celoso de mí, me guardaba rencor por la predicción de Delfos ya cumplida, asesiné a Hermes por amor; esto hizo surgir en el infame Zeus tal odio hacia mí que encargó a Ariadna la tarea de engañarme y enterrarme en lo profundo de la vieja Gea, al hacerlo ella saldría de esa oscuridad y se sentaría en el lugar de un dios. Lo logró… me engañó.
Debo ahora a asumir lo que venga, no cambiaré mi trato a una dama.
Pero… pobre dama que me ha engañado, un Hecatónquiro me ha contado que su sueño se ha cumplido, ahora vive en el bello olimpo, pero vive de manera extraña; no ríe, no canta, no danza, no toma vino y odia con entusiasmo las melodías que apolo entona, no se escapa al bosque de Dionisio porque Sileno la mira con desprecio, solo llora en los rincones del palacio de Zeus; vive ciega en el mundo que tanto añoró al no soportar la bella luz de Apolo. No soportó su desgracia e intento ahorcarse; la horca tejida con los cabellos de oro de Atenea no traía consigo su muerte, la presión en su cuello desgarró sus cuerdas vocales, la dejo muda; la cicuta que robó al sabio Sócrates la dejó sorda; no soportó su fracaso y arrastrada por el rencor se arrojó por un acantilado cerca de la acrópolis quedando parapléjica. Me contó que el único recuerdo que le trae alegría es recordar mi bella sonrisa difuminada en los recuerdos de un pasado lejano, tan lejano como las estrellas que le hacen regresar al estado de amargura. Los hombres le llaman la Diosa de la Avaricia, por desear obtener mi sonrisa terminó prisionera de la tristeza divina, del pesimismo inmortal.
¿Qué hay de mí? se ha de preguntar…nada. Juego con Cerbero a las escondidas, escondo los remos a Caronte, acaricio el estómago de Gea para que tiemble la tierra y ver correr estampidas de hombres pidiendo al cielo misericordia. Muchas veces me visto con el yelmo del viejo Hades para pincharlo con una daga y zumbarle al oído imitando a los sancudos sedientos por sangre divina; cuando todos ellos descubren mis travesuras, nos echamos a reír.
Ahora me llaman el Caballero Delirante, no disfruto jugar a los dados con ese Dios denominado El Innombrable. Estoy orgulloso porque en lo extraño y terrible de esta existencia oscura encontré mis bellos amigos, el precio a pagar es poco, no importa el lugar, ni la situación, sólo se es feliz cuando se tiene amigos, pues aprendí que todo hombre o Dios debe abrazar la desgracia, amarla como si fuera una bella dama, para posteriormente superarla y reír de la desgracia que lo aterraba. La risa no es una tarea gratuita; el sufrimiento es un estímulo que favorece la vida, que embellece los minutos de todo ser finito o infinito, siempre y cuando el corazón no se haya forjado en las llamas del pesimismo del cristianismo corriente.